Papas Francisco, Juan XXIII y Juan Pablo II

juan_jose_tamayoJuan José Tamayo, teólogo español


¿PRIMAVERA EN LA IGLESIA? 

Juan José Tamayo-Acosta

Pocos días después de la elección de Francisco comenzaron las comparaciones del papa argentino con Benedicto XVI y Juan XXIII: con el primero, destacando las diferencias; con el segundo, los parecidos, que han vuelto a manifestarse con motivo de la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II el próximo 27 de abril. Se refieren a la cálida y espontánea corriente de comunicación de ambos con el público. La campechanía de Juan XXIII rompía con el hieratismo de su predecesor Pío XII. La sencillez de Francisco contrasta con el gusto por el protocolo de Benedicto XVI.

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El parecido se aprecia también en la avanzada edad en el momento de la elección papal de ambos: 77 años, que, no obstante, se disimulan por la vitalidad, la creatividad y los gestos llenos de humanidad poco acordes con los títulos que ostentan: Sumo Pontífice de la Iglesia universal, Vicario de Cristo, Santo Padre, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, etc. A ello hay que sumar su permanente capacidad de sorpresa. En la Navidad de 1958, Juan XXIII, recién elegido papa, visitó el hospital del Niño Jesús para niños con poliomielitis y la cárcel Regina Coeli, junto al Tíber, donde abrazó a un preso condenado por asesinato que antes le había preguntado si había perdón para él. Se reunió con un grupo de personas discapacitadas y con otro grupo de chicos de un orfanato. Luego se encontró con el arzobispo de Canterbury Geoffrey F. Fissher y recibió a Rada Kruchev, hija del presidente de la URSS, y a su esposo.

Francisco no ha dejado de sorprender desde que abandonó su Buenos Aires querido y fue elegido papa con gestos significativos: renuncia a vivir en el Vaticano; cese de obispos por llevar una vida escandalosamente anti-evangélica; auditoría externa para investigar la corrupción del Banco Vaticano; disponibilidad a revisar la normativa sobre la exclusión de la comunión eucarística a los católicos divorciados y vueltos a casar; viaje a Lampedusa y grito indignado de “¡Vergüenza!” como denuncia por los cientos de inmigrantes muertos y desaparecidos ante la indiferencia de Europa; respeto a las diversas identidades sexuales, etc. Recientemente nos ha vuelto a sorprender al celebrar el día del “Amor fraterno” en un centro de personas discapacitadas de diferentes continentes, religiones, culturas y etnias, donde se ha arrodillado y lavado los pies a doce de ellas. El ejemplo no es baladí, queda fijado primero en la retina, luego en la mente y debe traducirse en una práctica compasiva y solidariasi no quiere convertirse en rutina.

            Pero, a mi juicio, las semejanzas entre Juan XXIII y Francisco van más allá de su talante y de sus gestos. La sintonía se manifiesta en su espíritu reformador del cristianismo con la mirada puesta en el Evangelio desde la opción por el mundo de la exclusión y el compromiso por la liberación de los empobrecidos. Juan XXIII y Francisco coinciden en la necesidad de construir una “Iglesia de los pobres”. El papa Roncalli fue el primero en utilizar esta expresión en un mensaje radiofónico el 11 de setiembre de 1962: “De cara a los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta como es y quiere ser: la Iglesia de todos, y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. La idea apenas tuvo eco en el aula conciliar, pero se hizo realidad en las decenas de miles comunidades eclesiales de base que surgieron en América Latina y otros continentes, y en la teología de la liberación, que la convirtió en santo y seña del cristianismo liberador.

            Francisco expresó el mismo deseo en una rueda de prensa multitudinaria con periodistas que habían seguido el cónclave, a quienes contó algunas interioridades del mismo. Cuando hubo logrado los dos tercios de los votos, el cardenal Claudio Humes, arzobispo emérito de Sâo Pâulo le abrazó, le besó y le dijo: “No te olvides de los pobres”. Tras esta confesión y en un arranque de sinceridad, les dijo a los periodistas: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”. Adquiría así públicamente un compromiso que le obligaba a hacer realidad aquel deseo. ¿Lo hará? 

Juan XXIII era consciente de que la humanidad estaba viviendo un cambio de era y la Iglesia católica no podía volver a perder el tren de la historia, sino que debía caminar al ritmo de los tiempos. Era necesario poner en marcha un proceso de transformación de la Iglesia universal en sintonía con las transformaciones que se sucedían en la esfera internacional. Francisco es igualmente consciente de estar viviendo un tiempo nuevo, lo que le exige dejar atrás los últimos cuarenta años de involución eclesial que pesan como una losa y activar una nueva primavera en la Iglesia en sintonía con las primaveras que vive hoy el mundo: la Primavera árabe, el movimiento de los Indignados, los Foros Sociales Mundiales, etc. Bergoglio tiene un compromiso con la Historia que no puede eludir: ¡Primavera eclesial ya! ¿Lo cumplirá?

UNA IGLESIA PATRIARCAL: JUAN XXIII Y JUAN PABLO II EN LOS ALTARES

Los procesos revolucionarios suelen producirse con gran celeridad y en cortos periodos de tiempo. Luego viene una etapa de asimilación y sedimentación de los cambios, a la que sigue un largo tiempo de restauración, e incluso de involución.  Esta teoría creo que es aplicable a la Iglesia católica en el último medio siglo y se va a ejemplificar en la ceremonia de canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II el próximo 27 de abril en la plaza de san Pedro, donde quizá coincidan cuatro papas: los nuevos santos, Benedicto XVI y Francisco. Los tres primeros tienen en común un acontecimiento central en el catolicismo reciente: el concilio Vaticano II, que, sin embargo, fue vivido, interpretado y aplicado de forma diferente.

Juan XXIII puso fin a 15 siglos de cristiandad, quiso terminar con la larga etapa de anatemas contra los avances científicos, las revoluciones sociales, el pensamiento moderno, los derechos humanos, el recurso a los métodos histórico-críticos, etc., y abrió el camino para recuperar el cristianismo evangélico. En los primeros noventa días de pontificado, ya “había abierto de par en par las ventanas del Vaticano” a los aires de la modernidad e iniciaba un cambio de paradigma, cuyos hitos más importantes fueron: a) el Concilio Ecuménico Vaticano II, ejemplo de aggiornamento,pluralismo ideológico, libertad de expresión, diálogo y búsqueda del consenso entre posiciones ideológicas enfrentadas; b) la encíclica Pacem in terris, que incorporaba a la Doctrina Social de la Iglesia los derechos humanos, proclamados15 años antes por la ONU. Era su testamento espiritual.

Pablo VI continuó el Vaticano II, fomentó el ecumenismo y abrió la Iglesia a los grandes problemas de la humanidad con sus viajes a la India y Oriente Medio y sus intervenciones en los organismos internacionales. Demostró una especial sensibilidad hacia la pobreza y al compromiso con la paz y la justicia en la Populorum progressio. Pero con él comenzó la involución ya en el propio Vaticano II al vetar el tratamiento de temas como el sacerdocio de la mujer e imponer en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia un texto que supeditaba la colegialidad episcopal al dogma de la infalibilidad del papa. En la encíclica Humanae vitae prohibió los métodos anticonceptivos. Permitió  los procesos contra los teólogos nombrados por Juan XXIII asesores del concilio: Häring, Schillebeeckx y Küng.
El proceso de involución continuó con Juan Pablo II y culminó con Benedicto XVI. Juan Pablo II tenía cierto parecido con el dios Jano bifronte. Mientras publicaba encíclicas sociales en las que denunciaba la alienación de la clase trabajadora y las relaciones internacionales, y criticaba severamente el capitalismo. Mientras condenaba la teología latinoamericana de la liberación y algunos de sus principales cultivadores y amonestaba a Ernesto Cardenal, daba la comunión al dictador chileno Pinochet. Promovía encuentros con líderes de otras religiones, al tiempo condenaba la teología del pluralismo religioso en la Instrucción Dominus Iesus. Dichas actuaciones represivas contaron con el asesoramiento ideológico del todopoderoso cardenal Ratzinger como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. .

Juan XXIII no ha tenido las mejores compañías en los procesos de beatificación y canonización. La beatificación fue compartida el año 200 con Pío IX, autor de la más severa condena del modernismo a través del Syllabus.  ¡Un papa reformador y en diálogo con la modernidad compartía la subida a los altares con otro contrarreformista y antimodernista! En su canonización coincidirá con Juan Pablo II, un papa que no siguió precisamente el camino de la reforma, sino de la involución.

Hay un tema en el que coinciden todos los papas del último medio siglo: la marginación de las mujeres en la Iglesia católica. Juan XXIII reconoció el importante papel jugado por las mujeres en la sociedad, pero les cerró las puertas a las responsabilidades eclesiales. Pablo II en la Declaración Inter insigniores, declaró que no era admisible ordenar sacerdotes a las mujeres  ya que Cristo solo escogió sus apóstoles entre varones. Juan Pablo II lo reiteró en la Carta Apostólica Sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres. Benedicto XVI y Francisco han ratificado el planteamiento excluyente y discriminatorio de sus predecesores. Solo Juan Pablo I supuso una esperanza para las mujeres, al menos en la imagen de Dios: “Dios es padre; más todavía madre”. Pero su pontificado duró solo 33 días.

El patriarcado sigue gobernando en la Iglesia católica, aunque en las bases cristianas se vive la comunidad de iguales sin discriminaciones por razón de género. Es la comunidad de iguales la que debe generalizarse, y no la Iglesia de las canonizaciones del 27 de abril, que constituye la mejor encarnación de la masculinidad hegemónica y discriminatoria de las mujeres en sus ritos y en sus celebrantes y concelebrantes: dos papas, 150 cardenales, 700 obispos, 6000 sacerdotes, todos ellos varones revestidos de poder un sacramental y eclesiástico, que dicen haberlo recibido de Dios por la imposición de manos, cuando la mayoría de las veces se ejerce como un poder terrenal administrado autoritaria y patriarcalmente, sin legitimación ni representación popular alguna.

Tomamdo de La Otra Gaceta, Colombia.

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