Alberto Rodríguez Tosca, peregrino de sí mismo

Rodríguez Tosca
Rodríguez Tosca
Alberto Rodríguez Tosca, peregrino de sí mismo

María Matilde Rodríguez Jaime .- Con Alberto Rodríguez tosca compartí la “maldita circunstancia del agua por todas partes” como le decía el poeta Virgilio Piñera al sentimiento de la insularidad. Compartíamos la costumbre de la añoranza por Islas  inacabadas, exiliadas, maltrechas que como imanes nos sumergían hasta el fondo de una ensoñación malsana y bucólica. Cuando lo conocí fue lo primero  que me dijo. Cuba aparecía en su conversación con la insistencia de un condenado. Tal vez lo fue.

Lo que más recuerdo de Alberto no son sus hermosos poemas, ni siquiera la  certeza de la existencia de un sentimiento mitológico de  hastió tantas veces leído en voz alta. Es su mirada desamparada que sostenía como la empuñadura de un sable. La forma de moverse como evadiendo el tiempo y la locomotora de palabras que encendía cuando la noche se extendía  y los faroles iluminaban de amarillo las aceras de una ciudad fría que lo abrazo con la ternura de una madre sustituta.

La melancolía se convirtió en su oficio permanente sin caer en el dudoso y repulsivo juego de las revelaciones, lo ejerció con la pericia de un desterrado que  para conservar intacta la memoria repasa todos los días el álbum de sus viejos afectos, las calles de Artemisa  y las grietas del abismo.

La paradoja de su destierro es que sus amigos no le permitieron sentirse extranjero como el mismo hubiera deseado cuando aseguraba con la mano“la isla en peso”  que vivía en su bolsillo. Él era el  poema y lo sabía. Un atisbo de  gozo lo acompañó siempre cuando transitaba la noche y se perdía entre el tumulto de los indiferentes o escampaba de la llovizna bajo el alero de una casa vieja enfundado en su abrigo al que se aferraba como a un veneno.

Sus poemas de frases largas  pronunciados en el tono mayor de una voz subterránea que salía desde el sigilo de su propia ausencia se agigantan en la agonía del mañana. No hay salida para el cansancio sin límite que le otorgó la sorpresa permanente de estar vivo a pesar de todo. En algún momento se cansó del simulacro, de la necedad cotidiana de volver a empezar día tras día sin otro aliciente que un encuentro eventual en las esquinas. La gran talla de sus poemas no se compadece con la incertidumbre de sus jornadas. Peregrino de si mimo asistió al desembarco procaz de las carencias sin abdicar jamás a la claridad  de su espíritu.

Tengo dos recuerdos de Alberto que guardo con el cuidado de una joya envuelta en terciopelo. El primero cuando vino por primera a la isla con la excusa de la Feria del libro de San Andrés (una feria literalmente infantil)repitiéndome muchas veces –¿sabes hace cuánto no veo el mar? ¿Sabes hace cuanto no veo el mar?- Lo supe cuando descubrí  el velo de humedad sobre su rostro cuando caminó descalzo sobre la arena. Los días venideros no disimuló la tristeza, caminaba como ebrio de espuma, salitre y desconsuelo.

El segundo recuerdo está instalado en Bogotá cuando junto con Juan Manuel Roca y  Antonio Samudio, salimos  tarde de no sé qué exposición de pintura y por no encontrar un taxi decidimos caminar durante horas hasta llegar al centro. Samudio y Roca se adelantaron en el camino mientras a  Alberto y a mí se nos dio por cantar a todo pulmón canciones que sacábamos de un baúl sin fondo. Nuestras voces insolentes, destempladas y felices hicieron mella esa noche coronada con una luna irrepetible.Nos sentamos en todos los bordillos de la ciudad, tomamos vino y seguimos cantando hasta el amanecer.  Cuando me dejaron en la puerta de la casa presentí lo inaudito de ese regocijo que duró los años que no volví a verlo. Cuando lo hice fue en el tercer piso del  hospital Meisen. Era un hombre que parecía más viejo con la piel  endurecida como la corteza de un ocuje que conservaba idéntica la sonrisa de aquella noche.

Hablamos de las islas. Los médicos agilizaban  la autorización que le permitiría regresar a Cuba. Volvería como llegó,  con las manos vacías de riquezas  sin otro latifundio que las destellantes palabras de fuego convertidas en llamas que alumbran mientras se extingue. Así lo recuerdo, como el hombre que  conoció los abismos, la amistad verdadera y  la incertidumbre  soberana de la tierra firme.

Lo perdíamos por primera vez y de  manera irremediable cuando ese avión lo condujo de regreso a casa.

Cuando murió, Cuba lo perdía por segunda vez.

Tomado de Literaridad.co (Colombia)

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