¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

El perro y la pizzza
El perro y la pizzza
El gordo se comió la pizza

Pablo de Jesús .- Llega mi hija a casa y como no estamos ni su cocinera ni su maitre particulares, aprovecha y pide una pizza mediana Papa Johns de carne, peperoni, canadian bacon, black olives y piña. Una bomba colestelórica, pero que a sus 24 años y cuerpo de modelo ella quema de inmediato en su ajetreado dia sobre la moto, entre la Universidad, el equipo de rodeo ecuestre de la escuela, su ‘part time’ cuidando perritos de chinos millonarios, y el gimnasio nocturno. Yo envidio su metabolismo, y odio el mío de exfofisano fracasado, porque hasta el agua me hace engordar.

Una hora después, regresamos mi mujer y yo, cargados de las compras semanales: mucha hierba para el gordo y proteínas para la flaca. Nos extrañó que Fenris no saliera a saludarnos. Es lo primero que hace cuando siente que alguien de la familia abre el garaje o la puerta de la calle. Todo un ritual que incluye aleteos furiosos de su cola, gemidos de alegría y un chorrito de orine que por ley de Murphy, siempre va a parar a mis zapatos. Como ya conocemos de su inconticencia canina, todos los saludos se hacen de la puerta para afuera. Entramos, y lo primero que vemos es la caja de pizza abierta y vacía.

-¡Coño! ¡Esta chiquita se comió toda la pizza! -exclamo, lo confieso, más molesto que asombrado, pues pensaba robar un pedacito para aplacar a la tenia saginata que como compañera fiel se revuelve incómoda en mi estómago al ver tamaño “pizzacidio”.

– Mejor. Así no la comes, que te hace daño -me dice mi esposa, y yo la miro con rencor, disimulado claro, pensando que no hay derecho con los pasaditos de libras.

Rumiando mi descontento, sigo camino a ponerme cómodo antes de encerrarme en mi oficina a liquidar pendientes. Veo a Fenris echado en su cama en el recibidor. Mueve la cola, pero no se levanta.

– Hola Perro Loco -le saludo de pasada, aunque me extraña su quietud. Pero lo olvido y me disfrazo de valla publicitaria, como dicen mis hijas: Unos chanclos Oscar de la Renta; pantaloncillos cortos de los Lakers con el número 24 de Kobe Bryant; una camiseta de los Marines, de la CIA o el FBI -compradas en los tenderetes de Nueva York a 3 por 20 dólares- , y una gorra de los Yankees autografiada por el ‘Duque’ Hernández hace casi dos décadas, cuando ganó su primera Serie Mundial. Esa es la indumentaria con la que conjuro a las musas.

Inspirado andaba, cuando al poco rato mi hija sale de su cuarto y va a la caja de pizzas por una segunda vuelta, pero al verla más vacía que la cuenta bancaria de un indignado español, grita de espanto: – ¡Mamá, el gordo se comió toda la pizza¡

Yo, que ando embullado tratando de hilvanar un cuento, la escucho y doy un brinco en mi vieja silla económica -porque la ergonómica no acaba de aterrizar en mis finanzas-, y le grito contrariado: “¿Por qué todos los pájaros comen arroz y la culpa la paga siempre el totí?”.

– El pájaro se conoce hasta por la cagada -dice mi hija, queriéndo hacerse más cubana que Celia Cruz y la Sonora Matancera, cuando en realidad ha vivido en Los Angeles más de las dos terceras partes de su vida.

– Esta vez no fue tu papá – me defiende mi esposa, y yo, agradecido, le perdono las horas hierbas a las que me tiene condenado, en su empeño porque recupere la figura atlética de cuando nos conocimos. Pero entre los dos se interpone una barriga.

– Cuando llegamos ya estaba vacía -añado yo- Pensamos que tú te la habías comido toda.

De pronto, la misma idea ancló en la mente de los tres. Instintivamente, bajamos la vista, y no había ni rastros de Fenris. Algo extraño, porque mi perro tiene cierto complejo de presidente del CDR. Nada más ve a dos o más miembros de la familia reunidos, mete las narices y se nos queda mirando, tratando de descifrar ese lenguaje de muchos gestos que tenemos los cubanos. Pero ahora, permanecía en su cama, más quieto que policía mexicano cuando se le escapa un narco, y tan silencioso como Hugo Chávez cuando el rey le mandó a cerrar la boca.

No podíamos creerlo. Se supone que un German Shepperd -mis hijas se empeñan en que le llame así, porque eso de Pastor Alemán les suena a perro de tercermundo-, es una raza obediente si se le entrena bien. Y éste se encuentra más que entrenado. Con apenas año y medio hay ocasiones en que parece que es él quien nos entrena a nosotros. Su amor incondicional, y su fe inquebrantable en cada miembro de la familia, nos obliga a replantearnos las prioridades de la vida. A veces pienso que es él quien me saca a orinar al patio temprano en las mañanas, y no al revés. Entre los dos, tenemos secas las plantas de mi esposa. Y ella, empeñada en combatir la extraña plaga que deshoja sus azaleas y geranios.

Pero esta vez, Fenris la había regado. Y sentí lástima por él, porque sé lo que es la tentación, y la ira de las mujeres despechadas.

– ¡Fenris! -gritaron a coro mi mujer y mi hija, y él vino con el rabo entre las patas y las orejas gachas. No pude menos que pensar en Pablito, porque en el hocico negro de mi can todavía quedaban pequeños rastros de humedad: Minúsculos fragmentos de piña y pepperoni habitaban en las partes lejanas de su morro, donde no alcanzó su lengua a borrar las huellas del delito. Se tiró en el piso, y escondió la cabeza entre las patas, avergonzado de su gula. Yo le entendí, y le compadecí. Casi iba a pedir clemencia para el acusado, por solidaridad masculina, cuando mi hija le hizo un gesto, lo sacó al patio, y le condenó a pasar la noche en el sofá de la terraza.

Poco antes de medianoche hubo consejo familiar, incluída mi otra hija que vive en San Francisco, la que actuó de ferviente abogada defensora. Hubo voto unánime para levantarle la sanción al ladronzuelo, pero con cierto tiempo en probatoria. Cuando abrimos la puerta del patio, Fenris vino a lamernos las manos y la cara, pidiendo perdón por haber sido un mal perro. Por portarse como un chucho callejero y no como el caballero alemán de modales correctos que le exigimos sea.

Pocos días después, ordenamos una pizza y nos fuímos de la casa. Empezaba el periodo de probatoria. Cuando regresamos, al cabo de dos horas, la caja seguía intacta en la esquina de la mesa, cerrada y olorosa, y Fenris, echado en el piso de la cocina, velaba que otro duende no se la fuera a comer y él cargara con las culpas. Nos miró, orgulloso, movió el rabo, y el chorrito de orine fue a parar directo a mis zapatos.

Pablo de Jesús
Los Angeles, octubre/2015

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