Este domingo, a los 89 años, se apagó la voz de Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, dejando tras de sí una obra vasta, rigurosa y esencial para comprender la literatura y la historia política de América Latina.

Raysa White
Desde joven supo que quería ser escritor, y consagró su vida a ello con una tenacidad inflexible, como quien talla la piedra hasta hacer de ella una escultura. Su muerte ha sido anunciada por sus hijos, y con ella se cierra uno de los capítulos más brillantes y complejos de la narrativa contemporánea.
Autor de más de 50 obras entre novelas, ensayos, obras de teatro y crítica literaria, Vargas Llosa alcanzó la cima con títulos inolvidables como La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y La fiesta del Chivo. En su escritura palpita la violencia, la ambición, el poder y la libertad, pero también la belleza del lenguaje y la estructura literaria. La disciplina y el compromiso marcaron una producción abundante y profunda, siempre atravesada por la tensión entre la realidad y la ficción, entre el escritor y el ciudadano.
El periodismo fue su primer territorio. Como reportero nocturno en los años de juventud, recorrió los márgenes de Lima, experiencia que más tarde daría sustancia a su literatura. Su renacimiento como columnista en los años 90, desde El País de España, lo colocó en el centro de los grandes debates del mundo hispano: habló del arte, del populismo, de Israel, de la libertad, sin dejar nunca de provocar pasiones y divisiones.
Galardonado con los más altos reconocimientos, como el Premio Cervantes y el Premio Jerusalén, Vargas Llosa no solo narró la historia de América Latina: la pensó, la discutió, la cuestionó. Hoy el mundo literario lo despide con gratitud y respeto. Su ausencia es inmensa, pero su palabra perdura, viva y desbordante, en cada página que dejó escrita.