Vivimos una hora extraña. Una época donde las ideas no siempre nacen del insomnio ni del temblor interior, sino del zumbido eléctrico de una red neuronal. ¿Estamos frente a una nueva musa o ante el eco pulido de lo que ya fue?
Raysa White


Hay aulas donde las pizarras brillan menos que las pantallas. Y hay talleres donde el lienzo ya no espera pinceles, sino prompts. En medio de todo, el alma del educador y del artista titubea, preguntándose si aún hay lugar para el temblor, para la imperfección, para el suspiro que no se pueda programar.
Andamos tan adelantados, que en Educación nos preguntamos ¿Quién enseña a quién?
La inteligencia artificial ha entrado en las escuelas como un viento invisible que mueve sin que lo veamos. A veces responde por los alumnos, a veces piensa por los maestros. ¿Es esto una evolución, o una forma elegante de olvido?
La enseñanza era, alguna vez, un ritual de presencia: una palabra encendida, una mirada que guiaba, una pausa que sembraba preguntas. Hoy, la velocidad lo atropella todo. Pero no todo está perdido. Quizás la IA pueda servirnos si aprendemos a domarla, si la obligamos a dialogar con la sensibilidad y no a reemplazarla. Porque lo que está en juego no es el acceso al conocimiento, sino la forma en que ese conocimiento toca el corazón humano.
Y en el Arte, hoy en día ¿Quién firma la belleza?
Un algoritmo ya puede escribir una sinfonía, pintar un retrato, imitar la voz de quien amamos. Pero yo me pregunto si puede llorar al hacerlo ¿Puede un robot, como un artista, pararse frente a su obra y decir: “Esto me duele”? La IA puede repetir estilos, combinar colores, narrar historias, encontrar en los recovecos de las redes, lo que nosotros no podemos encontrar, pero no puede sentir vergüenza ni deseo ni duda. Y sin eso, el arte no vive.
El creador de carne y hueso sangra en su obra. Lo hace con errores, con intuiciones salvajes, con silencios. La IA trabaja sin noche ni cuerpo. Sin cansancio, sí. Pero también sin epifanía.
¿Es la IA una aliada o una amenaza?
Basta de historias, especulaciones y miedos. Depende de qué buscamos: ¿eficiencia o verdad? La inteligencia artificial puede ser una lámpara. Pero no puede decidir el camino. Puede ser un puente. Pero jamás será la orilla. Puede ser una ayuda. Pero nunca una voz. Y es en ese punto donde humanos y roboties pueden marchar unidos.
El creador —de verdad— crea porque algo lo quema por dentro. Y hasta que las máquinas no ardan por dentro, seguiremos necesitando poetas, necesitando maestros. Artistas de carne y alma. Seguiremos necesitando de asombro.

