Raysa White Más ©

En medio de mis ejercicios forzados, encuentro un espacio para practicar, aunque con ciertas reticencias, la contemplación de las estaciones del año. El tiempo nos obsequia con primaveras rebosantes de vida y otoños melancólicos; nos brinda veranos ardientes y gélidos inviernos. Sin embargo, el Señor Tiempo es un maestro impredecible. Justo cuando nos atrevemos a creer que tenemos el control, que hemos asegurado cada paso, el estruendo de un trueno rompe la armonía y, sin previo aviso, nos desgarra. Nos reduce a pedazos. Y en ese estado maltrecho, mientras la sangre tiñe nuestros labios, luchamos por levantar el alma y el cuerpo herido.

La historia misma se teje con los hilos de sucesos inesperados, giros inusuales que parecen no tener conexión alguna, pero sí.

Mis herramientas más preciadas, el martillo y el yunque, fueron arrebatadas por la garra de una deuda que no pude pagar. Ante lo incierto del porvenir, había decidido, previsoramente, ponerlas en venta. En mi mente, compartir era equivalente a empobrecerme. Finalmente, los perdí.

Fue meses después, que el destino me sonrió y permitió recuperarlas. Un comprador que había visto mi anuncio se cruzó en el camino. Le narré la historia de mi pérdida y, en vez de venderle mis preciadas posesiones, le hice una propuesta audaz: unir nuestras fuerzas. Sorpresivamente, aceptó con entusiasmo, e hicimos un trato.

Ahora, mis herramientas residen en su taller, donde ambos las utilizamos. Y aunque continúo enfrentando aprietos financieros, he logrado mantener al corriente las cuentas. Todo ha resultado mejor de lo esperado. No es lo mismo resbalar con el fango a la orilla de un pantano, que ir saliendo del lodo con la ayuda de un guardabosque, emergiendo del lodo hacia la luz.

Él también ha dado gracias a Dios por mi caída, pues dice, entre serio y en broma: ¿Quién puede asegurar que, de no haber ocurrido ese desplome, podría haber sido siempre un pobre leñador?