A. Galban. El color del deslumbramiento

Pareciera un niño que juega a tocar la luz. Pareciera jugar a que se hagan visibles en sus lienzos las cosas que estuvieron apretujadas mucho tiempo bajo el huidizo peso de la luz. Por eso es que ahora, cuando aparecen sobre la tela, tienen esa consistencia sinuosa, deforme a veces, de extrañamiento con que lo funde y lo confunde todo. Pero al hacer que el asa de una jarra sea una oreja, o que en ese mismo espacio copulen voluptuosamente un tenedor y una cuchara, no es para añadirle dulces jorobas al grotesco, sino para seducirnos con algo recóndito que nos traen sus criaturas. Nacer aquí tiene que ver con la visibilidad de lo táctil, de materia tocada, como diría Lezama, que despide un fulgor. Porque estos cuadros son producto de un sortilegio. AGalban juega a adivinar. Juega a hacer perceptible el deslumbramiento. Juega a encontrar formas que yacían bajo el peso oculto de la luz, que ahora, como si hurgara al tacto cuando pinta, las saca de la vieja memoria del amarillo. De ahí salen trazos, rostros que asoman, jardines, cosas pequeñas que el fulgor dejó impresas alguna vez en su imaginación. De ahí ese candor en el color. De ahí esa mirada que, en ocasiones, pareciera coincidir con la de los propios ojos con que él se pone a inventar el mundo, insistiendo entre la realidad y el espejo. Hurga poniendo la mano en ese efímero relieve con que lo acecha o se le posa en los hombros. De ahí que busque sin los ojos. De ahí que prefiera la coincidencia con el tacto para acariciar lo invisible. Así es como hace que las cosas adquieran gesto, sinuosidades, texturas que enamoran. Esa es su manera. Ese es su juego. Así es como logra saber qué viajes espléndidos nos esperan sobre el cuadrado de la tela.

Froilán Escobar

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