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Cuba tuvo su primer libro de cocina a mediados del siglo XIX, Manual del cocinero cubano, de Eugenio de Coloma y Garcés. Después de 1959 comenzó, muy rápidamente, la aniquilación de esa parte esencial de la riqueza cultural de la nación.

Luis Álvarez Álvarez

La sociedad euroccidental demoró mucho tiempo en percatarse de que un componente muy importante de la cultura es la tradición alimentaria. Fue un francés de fines del siglo XVIII, Brillat-Savarin, quien declaró que «somos lo que comemos» y publicó el primer libro de cocina, que desde luego, incluía además de un prólogo muy inteligente, recetas inmortales hasta hoy.

Manuel del cocinero cubano
Manual del cocinero cubano, de Eugenio de Coloma y Garcés.

Cuba tuvo su primer libro de cocina a mediados del siglo XIX, Manual del cocinero cubano, de Eugenio de Coloma y Garcés. Después de 1959 comenzó, muy rápidamente, la aniquilación de esa parte esencial de la riqueza cultural de la nación.

Antes de la implantación de la libreta de abastecimientos regulados, la destrucción por la Columna Che Guevara de los árboles frutales para sembrar caña por el irreal proyecto de Fidel Castro de que con una zafra de diez millones Cuba entraría en un paraíso económico, y, sobre todo, antes de que los administradores sin conocimientos de agricultira arrasaran las tierras intervenidas a sus propietarios, destruyeran fauna y flora del país, así como aniquilaran el ganado, el país tenía una riqueza de tradiciones alimentarias muy grande y diversa. El gobierno propició la falsa idea de que la ÚNICA comida tradicional cubana se compone de cerdo asado, arroz congrí y yuca con mojo, lo cual es una falsedad notoria: nuestra cocina siempre fue más rica. Se apoyó para esto también en personas que, como Nitza Villapol, para mitigar la reducción de alimentos e ingredientes, inventaron recetas risibles como la que sustituía las croquetas de carne por un engendro de chícharos o el innombrable picadillo de cáscara de plátanos. Eso contribuyó quizás a la sobrevivencia, pero sobre la base de la aniquilación de un sector esencial de la cultura insular.

La gastronomía cubana fue una extraordinaria integración de tradiciones culinarias españolas (y de sus regiones: bacalao a la vizcaína, paella valenciana, etc., pero acriolladas al gusto cubano), recetas africanas y francesas, sin olvidar el casabe de los primitivos pobladores de la isla, o las aportaciones diversas de la cocina haitiana y en su día, hasta la norteamericana, que, por ejemplo, tuvo un importante asiento en Gloria City, el poblado y zona de haciendas que colonos norteamericanos establecieron al norte de la provincia de Camagüey.

Se destruyeron las variedades de cocina de distintas zonas del país: el ajiaco camagüeyano, por ejemplo, incluía además de carne de vaca, postas de pato en su cocción. Sin compasión, se destruyó el verdadero ajiaco, ese sí plato nacional (integración caribeña de la olla podrida española y el pot pourri francés) y fue sistituido por una muy pobre caldosa. Pero lo peor fue que los medios de comunicación masiva, la propaganda politiquera, la pérdida de información y de valores culturales han llegado a convencer a muchos de que, efectivamente, la gastronomía cubana fue siemmo monóto en extremo, en variedades.

Hoy, la fracasada industria turística del país, y aun muchos restaurantes privados, viven a espaldas de lo que fue la cultura alimentaria real de Cuba.

La diáspora ha logrado conservar zonas valiosas, gracias a trasplantes como la soberbia repostería de la emblemática PérezSosa. Pero el vacío en la isla hambreada, y reducida a la desmemoria, es un verdadero reto para cualquier futuro.