Ignacio T. Granados .- Confirmando la decadencia de una época, el inefable Umberto Eco (El nombre de la rosa) se queja de que las redes sociales den voz a un atajo de imbéciles; antes lo hizo el menos inefable —aunque todavía grandioso— Mario Vargas Llosa, mostrando ya en su cínica amargura el elitismo feroz que les marcó el genio. Después de todo, la curva trazada por Eco entre su alter ego Guillermo de Baskerville y el divino Jorge Luis Borges, dejaba clara la pertenencia de Eco a esa generación; si bien como un renuevo un poco tardío, que añadió frescura a una prosa ya vetusta con la genialidad intelectual de sus argumentos, y sobre todo de sus escenarios. Claro que esa misma parábola fijaba las distancias, porque la crítica del de Baskerville o el mismo Eco al divino Jorge sólo era incomprensión; la misma incomprensión sobre esta velocidad de los tiempos que ya lo sumen en el ocaso, sin siquiera la posibilidad de haber muerto dignamente en plena gloria.
El problema con Eco, como con Vargas Llosa, es que están condenados a la irrelevancia, y no precisamente porque perdieran vigencia sino porque su importancia es relativa; es decir, porque ya no importan las agudezas sintácticas ni esas sublimidades que los destacaron, y que ahora están al alcance de todos, y más baratas que las impagables deudas universitarias. Ese problema con Eco y Vargas Llosa sería el mercantilismo feroz, que disimulaban en intelectualismo pero siempre como marca de una jet set; en que igual vestían los extemporáneos trajes sacerdotales, que son las togas con que impartían sus sacramentos al recibir los infinitos honoris causa, que tanto merecen en su banalidad. El hecho de que su mercantilismo no fuera primera o evidentemente monetario no lo haría menos mercantil; la moneda es sólo un símbolo transaccional, que representa el valor en intercambio, y que en este caso sería el ego. Eso sería lo que explique la patética queja de Eco, que ignora que lo que ha ocurrido es que la cultura se ha horizontalizado de verdad; antes sólo ellos tenían el poder de hablar tonterías que no han resuelto un solo problema en el mundo, pero que eran sencillamente geniales en la sutileza y el giro inesperado.
El problema es que esa masa que él desprecia es la que otorga a las redes los millones que él les cobra a estas mismas; y que es por lo que ellas —que son las que ejercen el poder real en tanto extensión del mercado— lo habrían relegado a la impensable marginalidad, porque ego tiene todo el mundo. En realidad, si a Eco le preocupara el nivel de inteligencia y no la competencia en desventaja trabajaría sobre los intereses de esa cultura popular; a la que sin embargo quiere mantener como a la teta de la vaca, lista para el ordeño en ese narcisismo que lo empuja a las profundidades de su propia belleza enloquecido.
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