El pacto

El pacto, por William Ospina 640

William Ospina / PRODAVINCI, Colombia.- No se ha posesionado el presidente Santos para su segundo mandato y ya está hablando de romper las negociaciones de La Habana. ¿Lo hace porque las Farc estén haciendo algo distinto de lo que han hecho siempre? Creo que no. Si por algo se caracteriza esta larga guerra colombiana, es porque nunca ha respetado las normas del Derecho Internacional Humanitario.

Hace dos siglos, Bolívar y Morillo durmieron bajo el mismo techo e intercambiaron prisioneros, al final de una “guerra a muerte” que perpetró todas las atrocidades. Ahora gastan saliva en el parlamento y munición en el monte, pero el intercambio no se abre camino.

El presidente ha dicho que cuando ya había empezado a dialogar con Alfonso Cano, tras la decisión de negociar en medio del conflicto, él mismo, para demostrar que fuera de la mesa de diálogo la guerra sería sin cuartel, dio la orden de dar de baja al comandante con el cual dialogaba.

Desde entonces, según entiendo, hay bombardeos permanentes en varias zonas del territorio, y las Farc a su vez prosiguen en su oficio de asaltar, atentar contra la infraestructura y combatir a la fuerza pública, obrando todos los daños colaterales que en una guerra irregular son habituales.

De modo que no creo que sea por los atentados, a los que la guerrilla nos tiene acostumbrados, por lo que el Gobierno habla de la posibilidad de romper la negociación. Y no nos cabría en la cabeza que lo haga, porque ya logró hacerse reelegir apelando a la esperanza cada vez más desesperada de la comunidad.

Es a él a quien menos le conviene ser impaciente. Su argumento de campaña fue la paz, y el país sabe que de esa paz depende la recuperación de la sociedad: una guerra inútil de 50 años degrada todo el orden social. Colombia es un país colapsado por las violencias, la insolidaridad, la corrupción y la irresponsabilidad estatal.

¿Por qué no se nos ocurren más ideas que la cíclica promesa de sentarse a la mesa y la cíclica amenaza de pararse de ella?

Álvaro Uribe mantiene su discurso hostil a los acuerdos con el argumento de la impunidad, pero muchos le recuerdan que él hizo todo lo posible por que los paramilitares se desmovilizaran sin castigo. No se puede medir la justicia con una vara tan parcial, y sabiendo que muchas veces no está en manos de los guerreros controlar los alcances de su infierno.

Comienza la discusión sobre las víctimas. El Gobierno parece empeñado en mostrar a las Farc como los únicos victimarios, y las Farc en mostrar que fueron el Estado y la vieja dirigencia quienes comenzaron. Es una tesis que yo comparto, pero no permite borrar el horror de 50 años de asaltos, secuestros, boleteos y ejecuciones.

La izquierda se empeña en mostrar el papel de Uribe en el auge del paramilitarismo y le recuerda que por haber sido presidente tiene más responsabilidades. Santos intenta salir limpio de la suciedad de la guerra, aunque fue ministro de Defensa de quien ahora es presentado como la encarnación del mal.

Tal vez son esas cosas las que no permiten que la negociación se abra camino. Cada quien persiste en ser el bueno, el que absuelve y perdona, y descarga en los otros la culpa.

Santos quiere hacer la paz, pero siente la obligación de garantizar que no va a cambiar nada del viejo país egoísta, excluyente y abusivo que produjo la guerra.

La vieja dirigencia, aunque no bajó de su nube a elegirlo y le dejó esa tarea a la izquierda democrática, quiere que la guerrilla intente abrirse camino en la legalidad sin que eso les cueste a los poderosos ningún examen de conciencia y ningún propósito de enmienda, sin corregir los males que produjeron nuestro colapso ético e institucional.

Y Uribe quiere la paz como la quieren muchos militares, con la derrota total de los guerrilleros. Pero yo creo que la guerrilla tuvo razones para alzarse en armas.

Como dije en mi libro Pa que se acabe la vaina, en un país donde diez millones de campesinos fueron expulsados del campo a sangre y fuego, sin misericordia, los guerrilleros son los campesinos que no se dejaron expulsar, que se armaron para protegerse porque nadie los protegía, y en ese gesto hay valor y hay dignidad.

Cincuenta años atroces son mucho tiempo, y se llevan muchos principios bajo los puentes, pero si no partimos de hacer esos reconocimientos será muy difícil, doctor Santos, muy difícil, doctor Uribe, que abramos camino a un país decente para nuestros hijos y nietos. Nos pasaremos la eternidad cobrándonos las heridas que nos hemos propinado, agrandando los crímenes que han cometido contra nosotros y minimizando los que se han hecho en nuestra defensa.

Cómo van a reconciliarse los enemigos de 50 años, si los que eran amigos hace diez ahora se tratan como monstruos irreductibles. Alguien tiene que recomendar un alto en el camino, que por un instante los colombianos nos miremos, no como los enemigos que fuimos, sino como los adversarios que podemos llegar a ser, y hagamos un pacto para sacar adelante la paz.

Gritamos con alarma que ha habido crímenes. Pero es que ha habido una guerra, y no cualquier guerra: la más larga del continente. La guerra es el crimen.

La única manera de hacer que sólo los otros paguen es derrotarlos. Si no podemos derrotarlos, si necesitamos de su buena voluntad para superar la guerra, de un acuerdo de buenas intenciones que permita un nuevo comienzo, no podemos ser los rabiosos justicieros que no dan el brazo a torcer hasta que el otro muerda el polvo. Cada voz lleva su angustia y en la guerra cada quien arrastra su culpa.

No puede ser que quienes no han victimizado a nadie estén dispuestos a perdonar, y los que participaron ferozmente en la danza sean los que más exigen castigo.

William Ospina  es un poeta, ensayista y novelista colombiano. Entre sus obras se encuentra la novela “El País de la Canela” (2008, La Otra Orilla) y el libro de ensayos “Los nuevos centros de la esfera” (2001, Aguilar). Ganador del Premio de Novela Rómulo Gallegos (2009) Colaborador del diario El Espectador
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