El poeta Lichi Diego

Esta mañana del Sábado de Gloria, nuestro querido Abilio Estevez nos sorprende gratamente con una semblanza de Eliseo Alberto Diego (Lichi), sobre la bailarina Rosario Suárez (Charín). Los lectores de Akerunoticias deben disfrutar también de este hermoso texto. (rw)

Lichi Diego.- Hace años, escribí un largo artículo sobre
Rosario.

Les copio algunos fragmentos.
–0–

La última función, texto de Eliseo Alberto Diego, Lichi
En la foto, Josefina De Diego y García-Marruz (Fefé) y Rosario Suárez Eusa (Charín) 1972.

CUANDO YO la conocí, hace más de treinta años, Rosario Suárez, Cha­rín, era un venado. Suerte que ella vivía a dos cuadras del Ballet Nacional, detrás de una iglesia poco frecuentada, porque si no La Habana completa se hubiera embrujado con el rastro de su belleza. Fuerte, trotadora, atlética, sólo en el brillo de sus ojos negros podía reconocerse a la niña que estaba prisionera en su cuerpo: al mirar, pedía auxilio. No he vuelto a ver en ninguna cara tanto susto.

Cuánto desamparo. Me tropecé con ella a la salida de un cine, en el vestíbulo del Olimpo, en la esquina de Línea y B, Vedado, octubre y 1970. Ella llevaba un vestido azul, de florecitas rosas. De muchacha, a menudo presu­mía un bonito rabo de caballo, como estandarte de una ardorosa adolescencia en fuga. Apenas nos cruzamos palabras. Yo era tímido, ella reina. Cuatro o cinco noches después, pasada la medianoche, tres amigos fueron a mi cueva, un pequeño cuarto al fondo de mi casa, la de mis padres. Ella iba con ellos. Se veía preciosa a la luz de mi lamparita de bronce. Nunca más nos hemos separado, aun distantes.

Luego supe que a escondidas, en su balcón de flores, comía panes. Nunca tuvo otra muñeca que no fuese una dura zapatilla, seguramente rosada. Tanta inocencia, en semejante cuerpo huracanado, metía miedo. Al conocerla, lo supe enseguida: esa muchacha de mirada triste iba a ser uno de los grandes prodigios (quiero decir misterios) de la cultura cubana.

El poeta Lichi Diego
El poeta Lichi Diego

Bien lo sabe Rosario: la carrera de un bailarín exige sacrificios. Entre otros, los de renunciar de niño a los retozos de la infancia, de joven a los vicios de las noches largas, de adulto a la paz de lo mundano. Cero tregua. El tiempo es un verdugo y trae un hacha en la mano. Debes entrenar para vencer el desafío. La figura enfrenta a su imagen, una y otra vez, en un mismo retablo: dos espejos frente a frente —dos centinelas de hielo, par de canallas. Las horas no alcanzan para atender la casa ni para vivir sin prisa ni para gastarlas haciendo nada. El alma siempre está en guerra contra el músculo. Cada sueño, para el bailarín, pende de un hueso: si se quiebra el fémur, si se lastima la rótula, si se dobla el tobillo, la alegría se derrumba como un pedestal de barajas. Sin peligro, no existe la perfección. Sin riesgo, ¿de qué danza hablamos?

Cuando la conocí, comenzaba su leyenda.

(…)
Las nuevas figuras que llegaban al Ballet Nacional, ansiosas por demostrar sus habilidades, pagaron muy caro la osadía de ser jóvenes y la audacia de regalar talento a borbotones. Marta García, Ofelia González, Jorge Esquivel, Amparo Brito, Caridad Martínez, Lázaro Carreño y la propia Rosario Suárez se quedaban
sin fuerzas para llorar de rabia porque era tanto lo que habían sudado en los salones de clase, ensayando papeles menores, que cuando se acordaban de su mala suerte ya no tenían lágrimas en los ojos y, para sacarse del cuerpo al diablo de la impotencia, le entraban a puñetazos a las paredes —o se sentaban a morder panes duros, al fondo de un balcón de flores. Así huyeron para Charín, despavoridas, muchas medianoches de juventud, a bordo de una guagua, Ruta 27, que la llevaba desde el Teatro García Lorca hasta la esquina de su pequeño departamento, detrás de aquella iglesia muy poco frecuentada que, a esas horas, además, dormitaba totalmente a oscuras. Yo la veía cruzar los patios parroquiales, bajo la luna, como una Willys de carne y hueso que, para regresar pronto, corta camino por un atajo. Su sombra, en el pasto, seguía bailando —mientras ella, apuradita, hundida de hombros, cargaba su furia en la mochila.
¡Cuánto pesaba esa mochila!

(…)

Rosario Suárez, Charín, en un descanso.
Rosario Suárez, Charín, en un descanso.

Rosario triunfó, en primerísimo lugar, porque aquí o allá, en las buenas y en las pésimas, en la euforia de la fama o en el hueco más profundo de la tristeza, terca compañera de la soledad, su cuerpo prodigioso nunca se cansó de ejercitar su espíritu. Para nosotros, sus muchos admiradores, verla bailar era y es y será una orgía de los sentidos. No sólo verla bailar. Añado: también recordarla. Eso tiene la danza: existe en el momento efímero de su ejecución, y en él se consume a llamaradas. Luego se desvanece: ni el humo de los aplausos queda, apenas un escenario vacío en un teatro vacío en una fecha vacía. Pero entonces el espectáculo continúa, se reanima, resucita, ahora en función privada, en ese otro tablado maravilloso que es la memoria.

La vida me ha regalado la oportunidad de estar cerca de hombres y mujeres brillantes, y con absoluto conocimiento de causa me atrevo a afirmar que sólo me he parado delante de una persona que encarna, luminosamente, el temperamento de ese ser superior que, a falta de otra palabra menos descomunal, no puedo menos que catalogar de Genio: ella es Rosario Suárez, la mejor bailarina de Cuba, sólo emparejada en brillantez por la propia Alicia Alonso, claro está —cómo negarlo a pesar del contradictorio sentimiento de antipatía y admiración que yo le rindo. Ellas encarnan, de tú a tú, dos leyendas de nuestra rara isla,
atestada de pequeñeces y envidias tenaces.

(…)
Cierro los ojos. Te hablo, Rosario. Recuerdo la primera vez que te vi bailar. Fue en “Mascaradas”, si mal no recuerdo un ballet de Ana Leontieva, una rusa blanca que compartía con doce gatos una pequeña casa de La Habana. Ustedes, las bailarinas, ocultaban el rostro tras una careta, porque la obra (¿verdad?) sucedía en una fiesta de disfraces. Te aplaudo. Mira. Soy el único espectador que permanece en la platea. Ya todos se han ido de parranda. Te quitas el antifaz y, al saludarme, tu cabello se descuelga en un bonito rabo de caballo. Pareces decirme: “¡Qué haces todavía aquí, Gordo!”. ¿Qué hago, Flaca? Pues nada, ya ves. Perdóname. Sé que te pondrás brava cuando leas este elogio, muy a mi desparpajado estilo. Tú me enseñaste el valor de la lealtad. Es que quería darte las gracias. ¿Puedo? Puedo. Gracias por tu sacrificio, por tu exigencia, por haberte negado tantas noches largas, por haberte brincado la infancia (sé que aún te duele ese salto al vacío), por haber renunciado a la paz que todos merecemos, después de los trajines de los años y de la perra vida; gracias, sí, muchísimas gracias por no cansarte jamás de los jamases, por tu soberbia terquedad, por tu adorable mal humor y por las ganas de volar sobre el campanario de aquella iglesia, hasta perderte de vista más allá del horizonte. Pero sobre todo, muchacha, gracias por esa manía tan tuya de romperte el alma a cada paso.

Ya ves, yo sigo cerca, seguimos cerca aunque poco a poco se vayan deshilachando los recuerdos. Ojalá me olvide de olvidar —y con este sombrerazo me despido.

Termina la función. Termina para que comience de nuevo.

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